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Cómo escribió Rivera La Vorágine

Cómo escribió Rivera La vorágine

Miguel Rasch Isla

Tomado de: José Eustasio Rivera. Una vida azarosa Tomo II, Compilación y Estudio crítico de Félix Ramiro Lozada Flórez.

Desde que, recientemente, leí lo publicado en uno de los dominicales de El Tiempo, por mi erudito y viejo amigo Custodio Morales, sobre el expurgo de versos en la primera edición de La vorágine, pensé escribir algo al respecto, pero por lo mismo que me tocó actuar tan de cerca y directamente en el caso, temí que mis revelaciones de ahora pudieran interpretarse, por el público malicioso, como vano deseo mío de aparecer, a la postre, participando, aunque en proporción insignificante, en la magnífica creación literaria de mi incomparable compañero.

Pensando luego con más calma y detenimiento el asunto, he llegado a la conclusión de que mi escrúpulo era quizás excesivo y hasta pueril y que, sobreponiéndome despreocupadamente a él, bien puedo sin caer en inmodestia darles a conocer a mis compatriotas y a los mismos extraños lo que me tocó hacer y lo que sé, relativamente a una producción que, como ninguna otra de las nuestras, ha alcanzado honores universales y ha entrado a formar parte, por consiguiente, de aquellos que, al igual de la vida de los personajes célebres, mantienen a su alrededor una curiosidad y un interés públicos incesantes y de sobra justificados.

Comenzaré declarando que a Rivera lo contrario sobremanera ver que, en efecto, fuera tantos y tan seguidos unos de otros, los versos que se le deslizaron en el texto de La vorágine y que, varias veces, trató de extirparlos, sin conseguirlo, en ninguna, a satisfacción. Su dificultad provenía de que, según me lo manifestó repetidamente, se sabía al pie de la letra toda su obra, desde la primera hasta la última palabra, y acostumbrado auditivamente a lo escrito, le resultaba por extremo difícil su modificación, pues cualquiera que intentara le parecía impropia, inferior o deslucida, comparada con lo que, con obsesionante pertinacia musical, vivía adherido a su prodigiosa memoria.

Inútil fue observarle, como se lo observé, que se trataba de un simple capricho y que para librarse de su tiranía era suficiente un pequeño esfuerzo de voluntad. Para exteriorizar literariamente —le decía— una idea, una emoción, un concepto crítico, etc., o para reproducir cualquier aspecto de las cosas circundantes o ambientes, existen múltiples manera de expresión y, si nos empecinamos en que la primera que se nos ocurre es la exacta y única, cometemos la tontería de dejarnos dominar falazmente por un prejuicio de nuestra imaginación.

Rivera, artista eximio y consciente, que, en perfeccionar una estrofa o un párrafo, empleaba noches, días, semanas y aún meses enteros, sabía, mejor que yo, la perogrullesca verdad de mi observación, pero, con todo, no cedía en su creencia obcecada  de que cualquier cambio que efectuara en el texto de La vorágine implicaba, con respecto a lo ya expresado, una inferioridad o un desmerecimiento.

Uniéndonos, como nos unía, una intimidad y una hermandad sincerísimas, decidió, al fin, encomendarme la expulsión de los versos intrusos y una noche se presentó en mi casa —que fue siempre la suya también— con un ejemplar de la primera edición y, entregándomelo, me dijo:

—Puesto que yo no soy capaz de descabezar los funestos versos y puesto que, de todos modos, hay que descabezarlos, encárgate tú de ello.

Acepté y, varios días después, le devolví el ejemplar con los descabezamientos de dodecasílabos, endecasílabos y octosílabos llevados a cabo por mí.

Mi labor fue fácil y de mera paciencia, ya que, en la mayoría de las ocasiones, se redujo, para transformar los versos en prosa, a invertir el orden de las palabras suprimiendo alguna o algunas, cuando era preciso. Así, por ejemplo, el dodecasílabo cómo te va quemando la resolana, se convirtió en la frase cómo la resolana te quema, en la que el ritmo poético desapareció por completo mediante el procedimiento indicado. Debo advertir, de pasada, que el deslizamiento de versos en la prosa es común y que ha ocurrido y ocurre hasta en la de los más grandes escritores. Basta releer a Cervantes, verbigracia, para confirmar, en el más alto de los modelos, la veracidad del suceso. Rivera no lo ignoraba, claro está, pero en La vorágine no se trataba de la presencia casual, a intervalos más o menos comedidos, de uno que otro verso, sino de la repetición contumaz y viciosa de estos a lo largo de páginas enteras, con lo que, advertido el defecto por le leyente, le resultaban de un estilo andrógino y su lectura en extremo cansona por la intromisión constante del elemento poético.

En un principio de resistió a admitir los cambios realizados por mí, pero después de discutirlos a espacio, acabó reconociendo conmigo que, sustituida la forma poética por la prosaica, desaparecía el sonsonete rítmico censurado por varios críticos y que a él mismo había acabado por hacérsele intolerable, sin que, con la sustitución, se perjudicaran ni el exterior ni el fondo de la obra.

En señal de agradecimiento, resolvió obsequiarme el ejemplar de que me había servido para las modificaciones y, con tal fin, lo mandó a empastar al notable encuadernador Galiano y me lo dedicó en términos efusivos. Desgraciadamente, dicho ejemplar cayó entre los varios volúmenes que dejé aquí cuando, pocos años después, me marché para Santander como cónsul, y los cuales destruyeron la humedad, los ratones y el comején. Digo que desgraciadamente, no solo por lo sensible que ha sido para mí su pérdida irreparable, sino por lo que ella significa como extinción de un documento tan curioso y valioso literariamente. Lo era, sin duda, como prueba, por un lado, de que Rivera, a pesar de haber sido el concienzudo y maravilloso escritor que fue poseía la suficiente modestia (¿no sería sensatez?) para acoger cualquier observación que se le hiciera con justicia, y lo era, por otro lado, del valor y encanto de las intimidades entre literatos y entre toda clase de artistas, cuando, como en nuestro caso, las presiden la buena fe, la confianza y la sinceridad más absolutas.

Demostración de esto último es, por ejemplo, el que yo, aunque Rivera me autorizó a obrar, en lo de las correcciones, con «impecable crueldad», respeté, sin embargo, muchos versos de La vorágine, por parecerme que, no obstante serlo e introducir en la prosa la advenediza y molesta musiquilla métrica, merecían, por su fuerza y belleza expresivas, que se los conservara en su manera original. Es decir, que procedí respecto de la producción de mi amigo y compañero con la misma honradez que si se hubiera tratado de una mía.

Ya que estoy en plan de revelaciones, voy a agregar a la anterior las siguientes: la primera persona que conoció la novela de Rivera antes de publicada y aun antes de terminada su parte segunda, fui yo. Explicaré en qué condiciones y con cuáles antecedentes.

Una tarde llegó a buscarme al Banco de Colombia, donde yo trabajaba entonces, para avisarme que, al día siguiente, se iba para Sogamoso.

—Bogotá me tiene fatigado —me dijo— y quiero descansar una temporada de dos o tres semanas en un pueblo tranquilo. De allá te mandaré lo que escriba, si es que escribo algo.

Me sorprendió un poco el que, esquivando como esquivaba el tener que despedirse, hubiera ido a hacerlo de mí, tratándose, sobre todo, de un viaje corto y a lugar tan cercano, y me sorprendió también el que, así, de pronto, hubiera decidido imponerse voluntariamente semejante destierro.

Desde Sogamoso no me escribió ni una línea, de suerte que hasta su vuelta ignoré de qué se ocupó durante su ausencia. Lo supe cuando un domingo de 1923, muy temprano, apareció por mi casa y, después de los saludos y frases de estilo, me dijo, poniendo en mis manos un cuaderno de cuartillas escritas en máquina:

—¡Esto es lo que traigo de Sogamoso. Léelo y dime cómo lo encuentras!

Comencé la lectura ese mismo día y aunque me sobraban razones para, tratándose de una producción de Rivera, esperar que fuese de gran mérito, no pude menos que sentirme admirativamente desconcertado ante aquellas páginas impetuosas en que el autor de Tierra de promisión, trocando el plectro del poeta por la pluma del prosista, trazó el cuadro más artísticamente dramático, vívido y emocionante que, hasta hoy, se haya trazado, en lengua española, de la naturaleza bravía y de las pasiones indómitas de estas tierras indoamericanas. Cuando más tarde volví a verle, le comuniqué mi extraordinaria impresión y noté que su efecto sobre él fue gratísimo por saber, como sabía, que la abonaba una sinceridad sin reservas.

Acerca de lo que me había dado a leer y acerca de sus orígenes, conversamos después a menudo. Me enteré, pues, de que, durante su viaje como miembro de una comisión colombiana de límites con Venezuela, aprovechó la soledad de sus noches semi-salvajes para, metido en un rancho y abrumado por el calor y asediado por los mosquitos, escribir la mayor parte de su obras. Lo hizo a lápiz, en pequeños trozos de papel que, conforme llenaba, iba guardando en una maleta de viaje. Dado que, en sitios tales como el en que se encontraba y como los que le tocaría recorrer en adelante, era justo temer que, inopinadamente, le ocurriera algún percance, decidió asegurarse contra el más probable y temible de todos, que era la pérdida de la maleta y la de las páginas guardadas en ella. Por eso, extremando la capacidad retentiva de su memoria amazónica, se las aprendió tan puntualmente cual ocurrió.

Vuelto de su misión oficial, se marchó a Sogamoso y allí, al amparo de la afectuosa hospitalidad de una familia amiga, se consagró a corregirlas y sacarlas pulcramente en máquina. En este estado semi-impreso me las dio a leer, como referí ya, la mañana de aquel domingo de 1923.

La obra estaba aún inconclusa; le faltaban dos o tres de los capítulos finales. Sobre su tema y sobre el modo como pensaba desarrollarlos, Rivera me habló con frecuencia y, a la par, con vacilación. Vacilaba por cuál decidirse entre los varios planes acariciados, y tan pronto se entusiasmaba con uno como lo desechaba para entusiasmarse con otro distinto. Era la cavilación, angustiosa y febril, del artista de verdad sobre cuál será el blanco a que, con más probabilidades de clavarla en él certeramente, haya de dirigir la flecha ambiciosa de su instinto creador.

Otro problema de menos importancia se juntaba a este, en Rivera. Era el del título de su libro. Durante veladas seguidas estuvimos discutiendo la elección de uno y, por fin, se decidió entusiasmado por el que lleva triunfalmente y que yo le insinué después de haberle propuesto —y haber rechazado él— algunos otros. Rivera se empeñaba en escoger uno que, en cierto modo, respondiera al recurso adoptado en su obra de presentarla como envío oficial del manuscrito póstumo de Arturo Cova al ministerio de relaciones exteriores y, cogido en el círculo de hierro de tal propósito, buscaba el mote dentro de una monomaníaca restricción de nombres. Yo mismo llegué a contagiarme de su obsesión, hasta que, guiándome por la índole bárbara del libro y por la irregularidad tumultuosa que, en buena parte, lo caracteriza, di con el afortunado de La vorágine.

Entre tanto me había entendido ya con don Luis Tamayo, director a la sazón de la Editorial de Cromos, para lo relativo a la edición, porque habiendo quedado Rivera medio desavenido con él desde la aparición de Tierra de promisión y no queriendo gestionar personalmente el asunto, se valió de mis magníficas relaciones de amistad con tan gallardo caballero para conseguir, con las mejores condiciones de precio, las más cómodas y ventajosas de pago. En efecto: don Luis aceptó que, al entregarle los originales, se le anticipara una suma; que, al terminarse la impresión, se le diera otra y que dos meses después de puesta la obra a la venta, se le pagara del producto de esta, el resto.

Acuerdo entre Rivera y yo fue el de que, a medida que fueran entregándome en Cromos las pruebas, fuera repasándolas y corrigiéndolas escrupulosamente y luego se las enviara a Neiva, a donde se había marchado a escribir lo que todavía le faltaba de su novela. En mi poder reposan las cartas que me escribió y en las cuales aparecen las pequeñas discrepancias que tuvimos sobre diversos puntos. Recuerdo, de momento, la gramatical relativa a la frase «Antes que me apasionara por mujer alguna» con que comienza La vorágine. En las pruebas introduje yo la enmienda de agregar un «de» y la frase quedó así: «Antes de que», pero al devolvérmelas, Rivera suprimió el «de» y en la carta remisoria me manifestó que lo correcto era «antes que», como él lo había puesto y como lo aconsejaba, en sus famosas Apuntaciones, don Rufino Cuervo.

De Neiva trajo los capítulos finales de La vorágine, pero no los conocí sino cuando esta se publicó, debido a que él, que me había prometido mandármelos de allá, no me los mandó y ello ocasionó una larga paralización del trabajo de imprenta, tan larga que don Luis Tamayo se vio obligado a quejárseme del incumplimiento de mi representado. Lo primero, pues, que este hizo al llegar a Bogotá fue remitir a Cromos las últimas páginas de su libro, sin mostrármelas.

Desde que los sucesos que he relatado ocurrieron, han pasado veintiséis años. Esos mismos hace que La vorágine comenzó su marcha triunfal por el mundo del arte y que, gracias a ello, otro nombre de autor colombiano pasó a juntarse, por toda la tierra, en la fraternidad inmortal de la gloria, con el hasta entonces solitariamente conocido de Jorge Isaacs.

 

 

El Espectador Dominical, 5 de junio, 1949.

Primero de una serie de seis artículos de Miguel Rasch Isla

sobre José Eustasio Rivera y La vorágine.

La vorágine: textos críticos, Montserrat Ordóñez Vila, Alianza Editorial Colombiana, Bogotá, 1987.