
Juan Francisco Sans
La edición musical ¿teoría o práctica?
La edición musical constituye quizá una de las prácticas menos protagónicas en el campo de la música. Para el público y para la inmensa mayoría de los ejecutantes, el editor resulta una figura absolutamente anodina, anónima e invisible: jamás aparece en los créditos del programa de mano, de la emisión radiofónica o de la carátula de un disco. Si bien su nombre es mencionado de soslayo en las obras que ha contribuido a publicar, muy pocos músicos recuerdan a quién deben el favor de disfrutar en su atril de un buen texto musical, o por el contrario, a quién maldecir por una partitura ilegible. A esto se ha aunado la amplia difusión de programas de notación musical digital en las últimas décadas, que ha contribuido aún más a mirar la experticia del trabajo de edición musical como algo perfectamente prescindible, prácticamente al alcance de cualquiera. Y es que junto a la magia de Finale o Sibelius, ha surgido la falacia de que todos somos editores, cuando en realidad la inmensa mayoría —incluimos aquí a los propios compositores que trabajan con estos programas de notación digital— no pasan de ser copistas con severas falencias teóricas, metodológicas y técnicas en lo que a edición se refiere.
La tarea básica de un editor musical consiste en hacer algo que, no por parecer elemental, resulta irrelevante: escoger un repertorio a publicar, y convencer a los financistas, fundamentalmente las casas editoras, de la necesidad y bondades de su decisión. Esta tarea comporta una inmensa responsabilidad artística y económica: no basta con que el editor considere relevante una música por razones de índole estética o de interés académico; en lo posible, su publicación debe tener impacto en el medio musical, y ser redituable para hacer sostenible el negocio. A través de su proyecto, el editor brinda a los usuarios acceso a música nueva (aunque sea de épocas pasadas), que de otro modo quedaría archivada en la gaveta del compositor, en el desván de sus herederos, en la estantería de una biblioteca o en una colección privada. Incluso cuando decide publicar música ya ampliamente conocida, generalmente lo hace a partir de nuevos testimonios documentales, o bien ofrece lecturas propias y originales desde nuevas visiones del problema. Si la publicación tiene éxito y los músicos compran el producto, esto resulta el primer paso para incorporarse de manera perdurable al repertorio estable de una agrupación musical o de un instrumento.
Un buen ejemplo de este proceso ha sido la publicación sistemática de música para guitarra sola compuesta o arreglada por Antonio Lauro, a través de casas de distribución mundial como Broekmans & Van Poppel, Universal Editions, Musical New Services Limited, Unión Musical Española, Schott o Zanibon, que llegaron a imponer un canon en el repertorio para ese instrumento a nivel internacional. Lauro es precisamente por esa razón el compositor venezolano más editado y vendido allende las fronteras venezolanas, tocado y grabado sistemáticamente en programas de guitarra, y repertorio obligado en las cátedras de universidades, conservatorios y escuelas de música. Sin embargo, esto no llegó a ocurrir con el resto de su música, como las obras de cámara, para coro o para orquesta, que permaneció inédita, o bien fue publicada en ediciones limitadas en la propia Venezuela. En esta causa, su editor Alirio Díaz jugó un papel trascendente, dada la estratégica posición alcanzada como reconocido ejecutante de la guitarra en la Europa de los años sesenta y setenta. Se puede decir, sin faltar a la verdad, que Lauro debe su éxito internacional como compositor para guitarra a Alirio Díaz, su editor e intérprete. Lauro es Lauro, por Alirio Díaz.
Por otra parte, el editor suele contar con una ventaja que usualmente ningún ejecutante tiene: acceso a fuentes privilegiadas, entre ellas autógrafos, apógrafos y ediciones príncipe, además de la documentación que contextualiza la obra a editar. Por tanto, le corresponde ordenar el material a disposición, evaluar los testimonios, hacer exégesis de los mismos, establecer la tradición textual, detectar errores y resolver ambigüedades, establecer lecturas correctas, administrar las variantes, etc. El editor se constituye así no sólo en el lector preferencial de la obra de un compositor, sino literalmente, en su primer intérprete. Y decimos intérprete en el sentido más amplio del término, ya que la lectura que haga de la obra resultará determinante a la hora de marcar directrices y orientaciones fundamentales de cómo habrá de ser recibida, leída y comprendida dicha música en lo sucesivo. Leemos así la música a través de lo que los editores han tenido a bien mostrarnos, a la manera como ellos la han leído, interpretado y comprendido. En este proceso, el editor introduce indefectiblemente nuevos significados en la obra, y se erige así en el mediador por antonomasia entre el compositor y los consumidores de sus producciones.
Un excelente ejemplo de esta situación lo constituye una obra fundamental de la música venezolana para piano, como son las cinco Sonatas de Alta Gracia de Juan Vicente Lecuna, dedicadas «a la memoria de Manuel de Falla», con quien Lecuna compartió una larga estancia en esa localidad cordobesa a mediados de los años cuarenta del siglo XX. La obra adquiere carácter canónico en el repertorio local del instrumento al ser publicada en 1967 por la Universidad Central de Venezuela. El hecho cierto es que ninguno de los diferentes autógrafos que existen ostenta en parte alguna el título a través del cual hoy se conoce la obra. Tampoco encontramos en ellos indicación alguna de que las piezas que la componen deban ser tocadas como una colección unitaria, mucho menos en el orden en el que aparecen en la publicación. La dedicatoria a Manuel de Falla es sin duda editorial, porque ninguno de los autógrafos la tiene. Muy por el contrario, uno de los autógrafos está expresamente dedicado a Calina, sobrenombre de la esposa de Lecuna. Y el dato no es irrelevante, ya que el trabajo de selección, recopilación, ordenamiento y copia del material musical publicado por la Universidad Central de Venezuela corrió precisamente por cuenta de la viuda del compositor, Carmen Carolina Torres, quien devotamente se dedicó, luego del fallecimiento de su esposo, a trabajar en pro de la conservación y difusión de su obra. Así las cosas, existen evidencias suficientes de que las Sonatas de Alta Gracia, en las condiciones en las que hoy las conocemos, son más una hechura de la viuda que del propio compositor, lo cual puede resultar un dato verdaderamente perturbador para muchos de los que creen a pie juntillas en las sacrosantas intenciones del autor. Compositores como Lecuna han sido un poco lo que sus editores —sin desmerecer sus más nobles propósitos— han querido que fuesen, así como Franz Kafka terminó siendo lo que su editor Max Brod quiso que Kafka fuese, muy a pesar de Milan Kundera (1998:47-49).
Estos dos casos examinados ponen en cuestión la legitimidad y validez universal de algunos de los supuestos que sustentan las teorías actuales de edición musical. Así como lo fueron hasta hace unas cuatro décadas las ediciones Urtext, muchos ven hoy en la llamada edición crítica el estadio cimero de entre los posibles tratamientos aplicables a un texto musical dado. Sin embargo, a la luz de ejemplos concretos que revisaremos a lo largo de este escrito, podremos observar que los límites comúnmente admitidos de intervención editorial se ven rebasados por las características del material musical mismo, pero sobre todo, por las circunstancias en las cuales se realiza la edición. Esto obliga a reexaminar el paradigma de la edición crítica en tanto teoría y método universalmente aplicable en todos los casos. El asunto particular es que la edición crítica parece no resultar necesariamente el modelo idóneo para algunos repertorios musicales, como el caso de mucha música latinoamericana del pasado y del presente, donde existen expresiones con una fuerte idiosincrasia, propia y particular, plena de especificidades y necesidades radicalmente diferentes a los modelos en los cuales se fundamentan los autores que han teorizado sobre el particular. Proponemos entonces reevaluar como opciones válidas algunas prácticas editoriales severamente cuestionadas por el paradigma de la edición crítica, como las utilizadas a lo largo del siglo XIX, que contribuyeron muy eficazmente en su momento histórico a estatuir el repertorio canónico de lo que hoy llamamos «música clásica».
Como bien apunta James Grier (2008:18), la mayoría de quienes se dedican a la edición están tan ocupados resolviendo problemas puntuales de sus proyectos, que publican una partitura y pasan inmediatamente a la próxima, sin detenerse a reflexionar sobre las implicaciones teóricas y metodológicas de su trabajo. Resulta obvio que desde esta perspectiva, la actividad del editor musical se reduce a una práctica, a la aplicación de una técnica o un método, tal como lo hace en todo caso el ejecutante de un instrumento, dejando muy poco espacio para la discusión o la teoría. Esta situación le preocupa a musicólogos como Philip Brett (1988:83), quien aclara que la edición musical pasó a ser —luego del desprestigio de la filología decimonónica y del auge de la teoría crítica— una actividad académica marginal, raramente vinculada con el trabajo intelectual de fondo, destinada por lo general a personas no muy listas. Maria Caraci Vela (2005:129) defiende la naturaleza intelectual del trabajo del filólogo musical, que va más allá de los métodos y técnicas de la edición: «el filólogo no es un técnico especializado en edición crítica, sino un estudioso que aspira a la plena comprensión de un texto, a su génesis y a su movimiento en el tiempo y en el espacio […] El punto de llegada de este trabajo puede ser la edición crítica.» [1] Grier escribe precisamente La edición crítica de la música —texto fundamental de la disciplina en nuestro tiempo— a los fines de rescatar la naturaleza esencialmente crítica del acto de editar música, partiendo del hecho de que la intervención editorial del texto musical no sólo resulta inevitable, sino obligatoria, no importa lo indeseable que a ésta se le considere, y que la teoría y la praxis deben por tanto lidiar indefectiblemente con esto. Como consecuencia lógica de esta premisa, tenemos que «diferentes editores producirán diferentes ediciones de la misma obra, incluso bajo las más rigurosas circunstancias académicas» (Grier, 2008:14).
En términos generales, los autores reconocen que la edición consiste en la toma de «una serie de decisiones fundamentadas, críticas e informadas; en resumen, en el acto de la interpretación» (Grier, 2008:12, subrayado nuestro). Lawson y Stowel (2005:48) dan cuenta de que a los editores, como a los ejecutantes, «se les exige llevar a cabo un acto similar de interpretación», consistente en «decantarse por elecciones fundamentales, informadas críticamente.» En tal sentido, la edición es análoga a la interpretación, dado que fija un estadio único e irrepetible de una pieza. Así como no resulta posible hacer dos interpretaciones exactas de la misma pieza, tampoco existen dos ediciones exactas en todos sus detalles:
Los intérpretes y los editores toman constantemente decisiones en respuesta al mismo estímulo (notación) sobre la base de los mismos criterios (conocimiento de la pieza y gusto estético). Solo difieren los resultados: los intérpretes producen sonido mientras los editores generan una página escrita o impresa. (Grier, 2008:15)
Sin embargo, y a pesar de todas estas declaraciones, la mayoría de los teóricos de la edición no asume la práctica editorial como un acto pleno de interpretación, con todas las implicaciones y consecuencias que de ello derivan. Ven al editor como un pre-intérprete, como un eslabón más en la cadena creativa que arranca con el compositor y termina con el ejecutante, quien parece ser siempre el intérprete musical por definición (Brett, 1988:93).
Por supuesto, esto no pasa de ser de un concepto muy restringido y teóricamente acomodaticio de lo que es la interpretación. Porque la cadena de interpretación no se detiene ni mucho menos con el ejecutante, sino alcanza en todo caso a la audiencia. El gran dilema de los teóricos de la edición se centra en determinar cuáles serían los límites de la interpretación, hasta dónde llega, qué le está permitido hacer y qué no. Para Umberto Eco (1997:17), el número de interpretaciones posible de un texto no es ilimitado, tal como lo sugieren algunos semiólogos como Derrida, Paul de Man y J. Hillis Miller. Existen para él lecturas plausibles, interpretaciones admisibles de un texto, más allá de las cuales comienza un proceso que Eco denomina sobreinterpretación. No obstante, Jonathan Culler (1997:128, subrayado nuestro) le riposta a Eco sobre este particular, diciendo que «la interpretación no necesita defensa; siempre está con nosotros, pero, como la mayoría de actividades intelectuales, sólo es interesante cuando es extrema. La interpretación moderada, articuladora de un consenso, por más que pueda ser valiosa en algunas circunstancias, no tiene mucho interés». Culler (1997:132) aclara a este respecto que «muchas de las formas más interesantes de la crítica moderna no preguntan qué tiene en mente la obra, sino qué olvida, no lo que dice sino lo que da por sentado» (Culler, 1997:134).
Los teóricos de la edición concuerdan con que la ejecución de una obra musical no puede ser jamás ambigua e indecisa, ya que debe ofrecer a la audiencia una sola forma de encarar su interpretación del texto. Los ejecutantes requieren de certezas y no de dudas respecto a la interpretación del texto musical. Como dice Taruskin (1988:201), ellos necesitan de la protección sicológica necesaria para creer en lo que están leyendo, para poderle plantear a su audiencia soluciones y no problemas. Irónicamente, en el paradigma de la edición crítica se le deja tal tarea a la parte más débil, al ejecutante, quien necesita «convertir el conocimiento en acción, en aras de comunicar con convicción» [2] (Brett, 1988:98), pero no al editor, quien a pesar de tener una mejor preparación y un tiempo mayor para interpretar, debe abstenerse en lo posible de ello. El editor debe restringirse según esto, a brindarle al ejecutante una discusión acerca de las opciones disponibles para la acción (Brett, 1988:98), en aparatos críticos que, como admiten los teóricos, «suelen ser ignorados por los intérpretes», lo cual supone «un alto coste para la validez y credibilidad de sus interpretaciones» (Lawson & Stowell, 2005:47).
Contrariamente a esta postura, muchos editores del siglo XIX consideraban que su papel consistía precisamente en ofrecer una lectura absolutamente personal, una interpretación cabal de la obra en el más amplio sentido de la palabra. A la par de decididos intérpretes, eran decididos editores. Al decantarse por lecturas asépticas, inodoras, incoloras e insípidas de los textos musicales, muchos editores actuales parecieran ocultar el ansia de tener que tomar decisiones difíciles y comprometidas, animados quizá por el deseo de querer complacer a todo el mundo, con lo cual no se termina complaciendo a nadie. Porque como dice Taruskin (1988:144), recordando a Donald J. Grout, la musicología histórica es como el pecado original: ha despertado en nosotros la mala conciencia. Pero ¡cómo añoramos aquellos días de inocencia del siglo XIX, cuando los músicos simplemente asumían su práctica musical como la regla universal!
A la luz de estas reflexiones, nos aventuramos aquí a proponer como legítima opción editorial el reconocimiento sin ambages del editor como intérprete, y a la práctica editorial como un acto de interpretación pleno. Esta postura desafía el paradigma de la edición crítica, pues termina por devolver al editor el importante rol que como intérprete tuvo durante el romanticismo, y que perdió paulatinamente, primero con el auge de las ediciones Urtext a inicios del siglo XX, pasando luego por todo tipo de aproximaciones editoriales promovidas por los estudios de música antigua, el movimiento de autenticidad, y la interpretación históricamente informada.
El texto musical como written performance
La orientación eminentemente textual de la musicología tradicional ha sido probablemente uno de los principales obstáculos que ha impedido comprender la música como un arte eminentemente performativo (Cook, 2001). La partitura ha condicionado la concepción de la obra musical como un producto acabado, fijo, cerrado en sí mismo y definitivo, y no como lo que es, un proceso dinámico, abierto, en construcción permanente. El tema nos concierne directamente en la medida que la industria de la edición musical se halla históricamente en la base material de la orientación textual de la musicología como disciplina. La obra musical en tanto tal, no sólo se fija en el texto: se reifica a través de su reproducción mecánica en la imprenta, adquiriendo valor económico como bien de consumo, independiente del autor y del ejecutante. Los ejemplares de la partitura impresa pasan a convertirse así en la mercancía musical por antonomasia del siglo XIX, a la cual se le adjudica un valor que hace posible su intercambio comercial. La partitura, como contenedora de la obra musical, se convierte así en objeto, que en tanto tal, es susceptible de ser poseído. De allí que la génesis del concepto clásico-romántico de obra musical autónoma tenga un fundamento esencialmente económico, algo que han pasado por alto autores como Roman Ingarden, Michael Talbot, Lydia Goehr, Nicholas Cook y Carl Dahlhaus al centrarse en el análisis de los aspectos ontológicos, filosóficos y estéticos del problema.
Contrapuesto a esto, algunos consideran que el ejercicio de la edición musical constituye en sí mismo un acto performativo, una performance de la obra, una concreción o instanciación en el mismo nivel que una ejecución. Ese fue el fondo del debate generado por Leo Treitler (Forrest Kelly, 2009) en torno a su tesis del origen oral del canto llano: la copia en pergamino por parte de los amanuenses medievales no constituye una partitura en el sentido convencional del término, sino una suerte de written performance, una actividad que aunaba la interpretación, la improvisación y la composición en el acto mismo de escribir. Los copistas resultaban literalmente intérpretes que componían e improvisaban escribiendo sobre fórmulas establecidas. La copia no fijaba por tanto una obra estable y preexistente, sino constituía más bien el relicto de un proceso generativo que surgía en el acto mismo de copiar, y por tanto, apenas un testimonio singular de una performance, que variaba necesariamente de una copia a otra. Las diferencias entre ellas no constituyen en sí mismas corrupciones de un original inexistente o de la obra verdadera, sino simplemente estadios fortuitos de improvisaciones puntuales sobre una fórmula más o menos conocida. Vistos así, este tipo de textos musicales, lejos de constituir algo acabado, resultaban parte de una ejecución.
Pero ejemplifiquemos esta magnífica imagen de performance textual sin necesidad de irnos a tiempos tan remotos. Ella ocurre con frecuencia en casos en que el compositor es el propio intérprete de su obra. Refirámonos a compositores-pianistas como el venezolano Ramón Delgado Palacios. Cuando alumnos y conocidos requerían de copias de su música para piano, este, en ausencia de su propia partitura, volvía a copiar la obra, no leyendo de su propio autógrafo o de un impreso, sino a partir de su memoria, es decir, anotando la versión que recordaba tocando, que siempre podía discrepar de la versión fijada en la partitura. Este proceso se fue registrando en autógrafos de una misma obra con variantes entre ellos, solamente explicables como producto de la performance misma del compositor. En este caso, la partitura es el registro de una performance, no de la obra como algo fijo e inamovible. Veamos como ejemplo los primeros compases del Valse apasionado y de Si tu me amaras, títulos diferentes para una misma obra de Ramón Delgado Palacios:
Ilustración 1: Vals apasionado
Ilustración 2: Si tú me amaras
Si bien podríamos creer que esta performance textual resulta imposible en obras de mayor formato, debido a la dificultad de articular las diferentes partes entre sí, eso no significa que no ocurra. Juan Bautista Plaza dirigió los estrenos de sus obras sinfónicas leyendo en sus propios manuscritos, y por tanto, sus autógrafos están por lo general intervenidos por él mismo, no en calidad de compositor, sino de director. De este hecho dan cuenta las innumerables indicaciones en lápiz azul y rojo marcadas sobre los autógrafos en tinta negra, como es usual entre los directores. El gran dilema que se le presenta aquí al editor radica en si resulta o no conveniente separar la actividad interpretativa del compositor de su actividad creadora, esto es, si debería incorporar las indicaciones interpretativas como parte de la obra, o diferenciar gráficamente el texto “original” de estas indicaciones interpretativas. La gran pregunta es cuán legítimo resulta incluir en la edición un piano o un forte escritos en lápiz azul o rojo, cuando todos son de la mano de la misma persona, aunque no en las mismas funciones. Quedan entonces aquí nuevamente en entredicho las “intenciones del autor”.
Si la edición es la primera interpretación de una obra, su ejecución resulta una metainterpretación. El público interpreta al ejecutante, que interpretó al editor, que interpretó al compositor. El público constituye entonces un metaintérprete, un intérprete de tercer grado, más precisamente, un requetemetaintérprete. Lo curioso es que todo el que va a editar, así como el que va a ejecutar, lo hace siempre “respetando las intenciones del autor”: es muy difícil encontrar a alguien que diga va a irrespetar dichas intenciones. Pero pensemos bien en este aserto: ¿cómo pueden cumplir con su palabra, si de hecho están interpretando, casi siempre interpretando interpretaciones? Y aquí viene entonces otra pregunta: ¿tienen los compositores “intenciones” cuando escriben música? Y si es así, ¿cómo podemos conocerlas? Una intención implica un acto de voluntad. Pero la experiencia nos ha demostrado que muchas veces los compositores no saben bien lo que quieren: son ambiguos, dudosos, indecisos, inconsistentes, incoherentes, o sencillamente lo escriben mal. Confrontados con algo que suponemos claramente constituye una “intención” del autor, muchas veces éste no la reconoce como tal, ni sabe qué decir o hacer al respecto. Puede hasta sorprenderse de que interpretemos sus intenciones tan torcidamente, de una manera tan rara o rebuscada: y nos dicen “yo no quise decir eso” (musicalmente, se entiende) ¿Cómo saber entonces que lo que hacemos (interpretando) es lo que quería el compositor? ¿Es que acaso resulta posible saberlo, incluso si el compositor nos lo dice explícitamente?
El grado de claridad de lo que dice un texto musical no siempre es tan contundente, ni tampoco tan deseable. Un texto unívoco generaría algo imposible: mataría la interpretación. La intención es por tanto un atributo que otorga el intérprete al autor. Por eso Roland Barthes (1988) declara la muerte del autor. A los compositores vivos les podemos preguntar qué es lo que quieren (otra cosa es que lo sepan o lo puedan responder). Pero a los compositores ausentes no le podemos preguntar nada. Sólo le podemos preguntar al texto que ellos dejaron. Pero el texto no siempre nos ofrece respuestas, al menos no las que más nos interesan. ¿Será siempre válida la respuesta que da un compositor con respecto a una duda surgida frente a lo que escribió? Si un editor o un ejecutante deben preguntarle a un autor qué es exactamente lo que quiere con un texto, eso resulta de por sí un problema: ¿por qué surgió la duda en los intérpretes, si el texto estaba claramente escrito? Y si no nos convence la respuesta, ¿será que el compositor no sabe lo que quiere? Si acepta que lo escrito no se basta por sí sólo, entonces debe elicitar qué quiso decir ¿Y si lo que quiso decir no estaba claro para él mismo, y por eso no se entiende? ¿O será que estaba claro para él, pero no lo supo escribir? Estén ausentes o presentes los compositores, el acto de interpretar implica forzosamente una negociación con el texto y con el autor. El sentido de un texto no está entonces en el texto mismo, ni en las intenciones del autor, ni en la interpretación. Está en la negociación, en la interacción entre intérprete, texto y autor, o, como diría Cook, en el proceso.
Muchos autores no tienen claras sus intenciones, o tienen intenciones contradictorias. Si tenemos varios autógrafos de una misma obra nos percatamos inmediatamente de este fenómeno. Los compositores suelen ser muy pragmáticos. Ponen a funcionar a sus textos musicales en contextos muy diferentes. Los intérpretes (ejecutantes, editores, público) por su parte, suelen descubrir intencionalidades no explícitas en las obras de los compositores. También suelen adjudicar significados a cosas que el compositor puede no haber querido decir. Existe pues una clara diferencia entre lo dicho (el texto), lo que se quiso decir (el autor), y lo que se entendió (el intérprete). Es lo que Eco llama la intentio lectoris, intentio auctoris, intentio operis. Pero afirmar por ello que la interpretación es potencialmente ilimitada, como decía Pierce, no conduce necesariamente a la conclusión de que la interpretación carece de criterios. Por eso, el que digamos glosando a Edward Said, que la interpretación constituye una ocasión extrema de la interpretación, significa que un texto, en tanto máquina de provocar interpretaciones, puede tener varios sentidos, pero no cualquier sentido, ni todos los sentidos.
La edición como ocasión extrema de la interpretación
La edición musical actual desdeña algunas prácticas muy populares en el siglo XIX, que fueron las que de hecho le dieron gran auge y sustentabilidad económica a la actividad. Una de ellas fue la publicación de transcripción de obras -especialmente del repertorio sinfónico, de ópera y de cámara- para piano solo, pero muy especialmente, para piano a cuatro manos. Prácticamente toda la música destacada de esa época existe en reducciones y arreglos de este tipo. Ello ocurría porque en ausencia de medios electro-mecánicos de reproducción como la cinta magnetofónica, el tocadiscos, el disco-compacto digital, el mp3, etc., estas transcripciones se constituyeron en la base de la cultura musical burguesa, brindando la posibilidad de contacto directo con esta música, más aún en localidades donde no existía disponibilidad de orquestas sinfónicas, salas de concierto o teatros de ópera. Así pues, el conocimiento de la música de la época se adquiría más a través de la ejecución misma –que entraba literalmente a través de los dedos y la vista- que por la escucha, como bien lo explica Said (2007:36):
Antes de que existieran los discos y la radio, este era el principal método que un incontable número de personas usaba para iniciarse en la música de concierto –incluso después de que la reproducción mecánica se convirtiera en un hecho habitual de la vida moderna-, ya que para estos aficionados el placer de tener el control de una partitura completa y de interpretar un concierto, aunque fuera en casa, era mayor y, sin duda, más frecuente que el de asistir a conciertos.
Estas partituras estaban destinadas por tanto a un público general, lo que garantizaba un mercado proporcionalmente mayor y más atractivo desde el punto de vista comercial del que podría tener hoy, destinado únicamente a profesionales o músicos en formación. Esto nos permite también comprender cómo esta práctica editorial contribuyó de manera fehaciente a la entronización del repertorio clásico en el seno de la cultura occidental.
También estaban las transcripciones sobre temas de ópera que contribuyeron no poco a popularizar el repertorio operístico, e hicieron del concierto público un espectáculo excepcional, “un acontecimiento atlético en el sentido de que exige la atención absoluta de sus espectadores” (Said, 2007:32). Franz Liszt instaura a mediados del siglo XIX el recital de piano. A partir de entonces la música comienza a salir de casa del aficionado para instituirse en la sala de conciertos, alejándose así de lo cotidiano, de lo doméstico, de la vida normal y corriente, para convertirse en lo que Said llama una “anomalía social” de nuestros tiempos: “las interpretaciones de música clásica occidental son ocasiones concentradísimas, enrarecidas y extremas” (Said, 2007:41).
El siglo XIX y la primera mitad del XX fueron prolijos también en transcripciones cuyo objeto era traspasar composiciones originales de un medio a otro, como es el caso de las 12 sonatas op. 5 para violín y continuo de Arcangelo Corelli, consideradas fundacionales del género, y que pulularon en toda clase de arreglos -especialmente para violín y piano- a objeto de hacerlas legibles a los usuarios de esa época, y actualizarlas a los gustos y estética del momento. Los defensores de la edición crítica y de la interpretación históricamente informada abominan de este tipo de ediciones, aunque no pueden en modo alguno desmerecerse su vital contribución al conocimiento y difusión del repertorio, que de otro modo habría quedado en el olvido. Estas transcripciones nos informan tanto o más de los intereses, aspiraciones, sensibilidades y pensamiento de la época en que fueron hechas, que de la época en la que la obra original fue compuesta. En este tipo de transcripciones entra también la música barroca para clave en ediciones pianísticas, pletóricas fraseos y articulaciones, indicaciones dinámicas y de carácter, marcas metronómicas, pedales, duplicación de partes armónicas, relleno de acordes, actualización de la armonía, todas inexistentes en la época de su composición. Pero es que tocar Bach o Scarlatti en piano es siempre una transcripción, así se lea de una edición Urtext, y por lo tanto, resulta ridículo no adaptar la música al nuevo medio: si no lo hace el editor, lo hará indefectiblemente el ejecutante. A contracorriente de las opiniones de la mayoría de los teóricos de la edición musical respecto a estas ediciones interpretativas, consideramos que muchos de los aditamentos de editores como Carl Czerny o Ferruccio Busoni a esta música resultan totalmente pertinentes y necesarios, porque se trata estrictamente de transcripciones para piano, actualización de un repertorio original para clave, y no de una edición para usuarios históricamente indeterminados. Resulta por tanto totalmente anacrónico juzgar estos valiosísimos trabajos a partir de criterios actuales de pureza filológica, lo que ha llevado a infravalorar la importancia que los mismos tuvieron en mantener vigente ese repertorio a lo largo de la historia. En este mismo orden de ideas, no podemos olvidar aquí las innumerables transcripciones de las antiguas tablaturas a pentagrama, para ser tocadas en la guitarra moderna. Este trabajo fue llevado a cabo por editores intérpretes que contribuyeron de manera fehaciente a incrementar el repertorio de un instrumento en auge en el siglo XX, como lo fue la guitarra, y a difundir una música prácticamente ilegible para los usuarios de esa época. Si bien los ejecutantes de música antigua de hoy han preferido regresar a la lectura directa en tablatura, esto hubiera sido impensable sin la concientización del valor de esta música a través de sus transcripciones a notación moderna. Cuando Lawson y Stowel (2005:50) o Thurston Dart (2002:32) afirman que los intérpretes resultan engañados por las “arbitrariedades” e “irresponsabilidad” de estas publicaciones, al descubrir las fuertes intervenciones y adaptaciones realizadas por los editores y comprobar que los compositores son vistos a través de la mirada de ellos (como si esto no ocurriera en la práctica con cualquier edición, no importa cuán Urtext o “crítica” se declare), equivale a decir que muchos adultos se han de sentir decepcionados al enterarse de que El Quijote que leyeron cuando chicos, era una versión breve, adaptada al español actual. Este argumento no tiene validez cuando nos referimos a ejecutantes profesionales, quienes deberían tener el suficiente criterio para hacer sus propias elecciones y escogencias.
La mayoría de los compositores no ha tenido en muchas ocasiones empacho alguno en difundir su obra -o permitir que sus editores lo hagan- en versiones radicalmente diferentes a las que ellos mismos han concebido como original. Tal es el caso del madrigal Amarilli mia bella de Giulio Caccini. La versión “original” de esta canción apareció en un impreso autorizado de Caccini llamado Nuove Musiche. Pero ello no impidió que la obra continuase circulando en versiones autógrafas y apógrafas, para voz y bajo instrumental, en tablatura, en una adaptación a tres voces, en otra a seis voces. Algo similar ocurre con los “cuartetos dialogados” de Joseph Haydn, publicados en vida del compositor, que no son más que una edición para cuarteto de las partes de cuerdas de sus sinfonías tempranas, prescindiendo del resto de la orquesta (vientos madera, vientos metal, percusión y contrabajo). El Kleiner Waltz para piano de Teresa Carreño, más conocido con el nombre de Mi Teresita, tuvo tal éxito en su época que hubo de ser reeditado en numerosas versiones por la casa Fr. Kistner & C.F.W. Siegel de Leipzig. La obra existe para cualquier formato imaginable: versión facilitada para piano; arreglo para mandolina y guitarra; para piano a cuatro manos; para piano y violín; para trío con piano (violín, violoncello y piano); para acordeón; para orquesta de salón; para gran orquesta, pequeña orquesta y orquesta de cuerdas. Se trata de una fenomenal estrategia de comercialización emprendida por la editorial, reflejo del indudable éxito alcanzado por la composición, que le brinda a la misma significados insospechados por la autora al momento de escribir la obra. En el siglo XX destacan las “educciones” que el propio Igor Stravinsky hizo de algunas de sus obras, como por ejemplo, las transcripciones para piano solo o a cuatro manos de Petroushka, o las versiones para violín y piano, y violoncello y piano, de su Pulcinella.
La popularización de conocimiento musical a través de textos que garanticen su acceso al gran público, bien sean de historia, biografía, análisis, crítica o partituras musicales, ha sido en cierta medida un asunto central para la musicología. Paul Henry Lang (1998:22) alertaba ya hace algunas décadas acerca del peligro de dejar tan delicada tarea en manos de inexpertos, que sólo manejan datos de segunda mano sin criterio alguno y ofrecen materiales de dudosa calidad. Se quejaba en este sentido de los musicólogos, acusándolos de estar dedicados por entero a trabajos de alta erudición destinados a especialistas, desatendiendo ese estrato poblacional tan importante que constituye la base de la audiencia musical. Pero, contrariamente a lo que se podría pensar, popularizar el conocimiento musical no resulta una tarea precisamente fácil. Por eso, Lang (1998:24) hace un llamado muy especial a los expertos para contribuir a rellenar el profundo vacío existente entre los estudios especializados y aquellos destinados al lector medio, y no dejarle ese trabajo a los diletantes. Allí entran también los instrumentistas, cantantes y directores, de los cuales no se puede esperar sacrifiquen tiempo de práctica y ensayos en consultas de documentos de la historia musical de la iglesia o registros de la capilla musical de una corte: es deber del musicólogo ofrecerles acceso expedito a estos materiales e interpretarlos para ellos de la manera más creativa posible (Lang, 1998:35). Por ello Lang (1998:22) llega a afirmar que “la investigación, aún siendo fatigosa, es fácil: la interpretación imaginativa, aunque agradable, es difícil. Porque el ejercicio crítico de la imaginación excluye todo lo no significativo de la investigación; y es precisamente la parte no significativa de la investigación la que es fácil, y lo es porque es insignificante.”
Notemos que Lang habla de “interpretación imaginativa” para aludir al ejercicio crítico y significativo en un trabajo de investigación, más allá de la acumulación positivista de datos de la que Kerman (1985) acusaba a los musicólogos de su tiempo. A esto es precisamente a lo que nos referimos cuando hablamos de concebir sin ambages la edición musical como una interpretación. Los métodos editoriales comúnmente aceptados (edición crítica, filiación estemática, filología de autor, mejor texto, Fassung letzter Hand, Urtext, etc.) hablan siempre de “intervención textual” para referirse a las inevitables intromisiones del editor en el texto, pero nunca de interpretación. Obviamente, existe una diferencia sustantiva entre ambos conceptos. El editor no deja de ser visto, ni siquiera por las más actuales teorías editoriales, sino como un intruso, como una figura que muy a su pesar debe interpretar el texto, no así el ejecutante que tiene plena licencia para hacerlo. Esta es la razón principal por la que estas teorías resultan incapaces de conciliar la interpretación pura y dura de los textos, con los principios, normas, procedimientos y regulaciones que le dan a la edición sustento académico. Examinemos en detalle para terminar, dos casos de edición cuyas exigencias rebasan los postulados de la edición crítica, y requieren de un método ad hoc, vinculado más con esto que Lang llama la “interpretación imaginativa.”
Cuaderno de piezas de bailes por varios autores
Un ejemplo claro frente al cual se estrellan los principios fundamentales de la edición crítica, tal como ha sido concebida por los teóricos de nuestra época, ocurre en nuestra edición del Cuaderno de piezas de bailes por varios autores de Pablo Hilario Giménez (Sans & Lovera, 2012). Se trata de un manuscrito proveniente de la localidad de Quíbor, en el estado Lara de Venezuela, copiado por Giménez durante la segunda mitad del siglo XIX. Este cuaderno de 100 páginas constituye la más grande colección conocida de música de baile de esa época en Venezuela, ya que contiene una compilación de 505 piezas de baile de autores nacionales.
La naturaleza de esta partitura –si es que se la puede llamar así- resulta absolutamente excepcional para los parámetros editoriales convencionales. Pese a ello, Curt Sachs (1944:304) documenta la antigüedad y continuo uso de este tipo de materiales en la música de baile en Europa. En el Cuaderno…están copiadas sólo las melodías de las piezas en clave de sol, sin ninguna indicación adicional más allá del orden numérico en el que aparecen en el documento, mención el género musical (sólo encontramos cinco tipos de género en el cuaderno: valse, danza, contradanza, polka y mazurka), ocasionalmente el título de la pieza, casi nunca el autor. Se trata en estricto sentido de guiones con los datos básicos de altura, ritmo, compás, tonalidad y repeticiones formales de la música. Sólo muy ocasionalmente encontramos dinámicas, articulaciones, marcas de expresión u otro tipo de indicaciones en el texto. Resulta entonces válido preguntarse qué utilidad podría tener un documento tan escueto, si resulta o no legítimo proponer una edición del mismo, y con qué fines se haría.
Contamos hoy con la información necesaria para reconstruir la manera no sólo en la que estos textos eran leídos, sino también ejecutados. Estas compilaciones funcionan, no como partituras en el sentido lato del término, sino más bien como ayuda-memoria para los ejecutantes. Los compiladores no suelen esforzarse en mostrar cosas consideradas como evidentes para los usuarios del texto en la época de su elaboración. Se trata de un principio básico de economía de lectura y escritura. No vale entonces solamente conocer los rudimentos del solfeo para leer y recrear estas obras: se requiere estar imbuido en el estilo y conocer los géneros musicales y dancísticos para poder ejecutar esta música con propiedad a partir de dichos textos.
Los músicos que tocan en un baile recuperan con rapidez toda la información de la pieza requerida a partir de estos guiones: la melodía, el género, la forma musical, la tonalidad, y otros detalles que contribuyen a la reconstitución cabal de la obra en cuestión. La melodía suele estar a cargo del violín, la flauta, el clarinete o la mandolina, y es leída directamente en la propia partitura, si acaso. No obstante, tratándose de música de baile, debe ser repetida numerosas veces a objeto de satisfacer los requerimientos de los danzantes, a pesar de que lo efectivamente escrito no alcanza en la mayoría de los casos a minuto y medio de duración. Los instrumentistas que ejecutan la melodía deben tener entonces la habilidad de glosar e improvisar sobre la base armónica, para evitar la saturación por repetición. El factor improvisación es por tanto consubstancial a esta música, y el editor debe estar conteste de esta situación, brindando a los usuarios actuales las herramientas necesarias para que puedan interpretarla en términos similares a los que fue originalmente concebida.
Los ejecutantes de los instrumentos acompañantes como el piano, el acordeón, la guitarra o el cuatro, así como los que tocan el bajo, como el cello o el violón, deducen la armonía inmanente de la melodía, brindando una base rítmica-armónica estructurada a partir de fórmulas y patrones establecidos según los géneros. El Nuevo método para aprender a acompañar en el piano toda clase de piezas y en especial las de baile al estilo venezolano de Heraclio Fernández, publicado en 1883, y reproducido facsimilarmente en 1998 en el nº 38 de la Revista Musical de Venezuela, constituye el manual por antonomasia de la época para estos gajes. Allí los usuarios actuales pueden aprender rápida y fácilmente los rudimentos necesarios en grado suficiente para resolver la mayoría de los problemas que se puedan presentar a la hora de acompañar la casi totalidad de la música contenida en este cuaderno. Para una visión histórica, analítica y más comprehensiva del problema, recomendamos leer nuestro trabajo publicado en 2001 junto a Mariantonia Palacios, “Patrones de improvisación y acompañamiento en la música venezolana de salón del siglo XIX”, donde brindamos además de numerosos ejemplos tomados de documentos de la época, todas las herramientas básicas para emprender la tarea de interpretar esta música (Palacios & Sans, 2001).
Sería un error considerar a estos textos como una parte o particella. De constituir tal cosa, se requerirían de otras partes para completar el todo, lo que no es el caso en modo alguno, simplemente porque no existen. Tampoco podríamos considerarlos como partituras o scores en la acepción moderna del término: las partituras constituyen textos relativamente autosuficientes, rígidos en tanto y en cuanto impiden su adecuación a los variables contextos donde suele utilizarse la música de baile, mientras que estos guiones tienen una versatilidad inherente. Existe una analogía evidente entre la función de estos guiones y la de textos como el Real Book de nuestros días, que compila los llamados estándares del jazz, o sea, el repertorio canónico de esta música. El Real Book contiene la información esencial para reconstruir una canción: la línea melódica pautada, a lo que se suma la letra si es cantada, más un cifrado armónico. El texto informa sobre los autores de música y letra, título de las obras y género musical. Pero no incluye ni el bajo, ni las voces internas, ni la instrumentación, ni acompañamiento alguno. Estos elementos deben ser necesariamente objeto de un arreglo, o mejor aún, improvisados por los intérpretes in situ, siguiendo las convenciones de la performance que impone el género. El manejo del Real Book amerita un estudio especial para leerlo, comprenderlo y realizarlo en la práctica, algo muy propio de los músicos de la tradición popular. Tal es el caso del cuaderno de Giménez, y de los guiones de música de baile en general.
Ahora bien, hablar de edición crítica en el caso del Cuaderno…puede resultar bastante forzado. La naturaleza misma del material nos obliga prácticamente a un tipo de tratamiento sui generis del texto, donde la interpretación imaginativa por parte del editor juega un papel fundamental. Esto no significa que el editor pueda hacer impunemente lo que le venga en gana. Pero el texto no se basta por sí solo (en realidad, ningún texto lo hace…), y requiere de la ayuda expresa del editor para que los ejecutantes sepan qué hacer con él, mientras se recupera la tradición interpretativa que dio origen a estos materiales en su época. El ejemplo más evidente de esta interpretación imaginativa del texto original en nuestra edición ha sido la inclusión del cifrado en cada una de las piezas. Éste tiene dos funciones fundamentales: una estrictamente editorial, y otra ejecutiva. El problema es que resulta imposible comprender la estructura de estas melodías sin su correlato armónico. Para saber si las notas del manuscrito son o no las correctas, requerimos conocer de forma imperante qué acorde las acompaña, y cómo se concatenan dichos acordes entre sí. De otro modo, resultaría imposible saber si la melodía está bien copiada o tiene errores. Así, la realización de la armonía no constituye un añadido del editor prescindible, sino la esencia misma de la edición, basada en la concepción esencialmente armónica de este repertorio, y expresada en el cifrado correspondiente. Estamos contestes de que si bien nuestro cifrado podría satisfacer a una mayoría de usuarios, probablemente pueda resultar molesto para aquellos que saben cómo realizarlo. No obstante, opinamos que incluso para ellos puede resultar útil, porque la capacidad de armonizar esta música de acuerdo a una época y estilo determinado no deriva tan sólo del manejo genérico y ahistórico de las reglas de la armonía, tal como se enseñan en la educación musical formal. Por supuesto que son posibles muchas otras armonizaciones de este repertorio, y quizá hasta deseables si se aspira a modernizar el lenguaje tonal de estas piezas, algo perfectamente normal, legítimo y recomendable en nuestros tiempos, tan dada a jazzear los acordes de cualquier tipo de música. Pero nuestro ánimo es ofrecer una música contextualizada a los usos y prácticas musicales de la Venezuela del siglo XIX, y realizar una armonización acorde con la época. Como dice Lang, se trata de un trabajo sin duda agradable, creativo, pero no precisamente fácil ni mucho menos automático o rutinario.
Arias antiguas del Nuevo Mundo
Examinemos un último ejemplo de edición a partir de un caso mucho más cercano a la tradición europea conocida que los que hemos examinado hasta ahora. Necesitamos hacer un preámbulo para entender lo que queremos y necesitamos. En 1885, Alessandro Parisotti, director de la Cappella Giulia y secretario de la Academia de Santa Cecilia, publicó el primer volumen de una antología de arias barrocas italianas, concebidas originalmente para canto y continuo, o canto y orquesta, titulada Arias antiguas. A una voz para canto y pianoforte, con obras de autores de los siglos XVII y XVIII como Vivaldi, Cimarosa, Monteverdi, Carissimi, Caccini, Scarlatti, Corelli, Marcello, Paisiello, etc. Parisotti extrajo el material musical de manuscritos y ediciones antiguas, donde sufrían según sus palabras “un inmerecido olvido”. Esta edición se convirtió desde entonces y hasta la actualidad en libro de texto obligado de las cátedras de canto de todos los conservatorios del mundo, y parte del repertorio usual de los recitales de cantantes profesionales. Los estudios de canto lírico comienzan en todas partes con arias escogidas de esta antología, que funge de manual de iniciación al arte de cantar, y de texto de cabecera para profesores y estudiantes de canto. Los ingleses, siguiendo su acendrada práctica de traducir toda la música italiana, alemana y francesa al inglés, publicaron también ediciones bilingües inglés-italiano de este texto, en traducciones de Theodor Baker. Huelga decir que el libro de Arias antiguas –como es popularmente conocido- privilegia de manera absoluta la lengua italiana como idioma “natural” del canto, dejando de lado importantes y antiguas tradiciones del arte lírico como la francesa o la española.
Los editores modernos increpan a Parisotti el haber elaborado ex profeso una edición romántica del repertorio barroco, por haber tergiversado sin consideración las fuentes de las que se sirvió, por haber abusado en sus intervenciones editoriales, y por no haber tomado en cuenta asuntos elementales del estilo para su elaboración. Sin embargo, esto queda desmentido por las propias palabras del editor en el prefacio de su libro, quien da muestras de una honestidad metodológica en el tratamiento de los materiales mucho mayor a la esperada. De manera independiente a lo hecho efectivamente por Parisotti, el autor declara que al transcribir estas melodías “se tomó el cuidado de no alterar nada de los originales, y frecuentemente fueron consultados varios manuscritos para garantizar la forma más correcta y elegante”[3] (Parisotti, 1967:III). Insiste en que se esmeró especialmente en no añadir ningún elemento extraño a la armonización de los acompañamientos y del bajo continuo que pudiera alterar el estilo, las palabras o el carácter de las composiciones. Parisotti dice que la característica principal de estas canciones de los siglos XVII y XVIII es la claridad y la simplicidad de la forma, la profundidad del sentimiento y la suave serenidad que permea todo el estilo. Entiende que este estilo es contrario al de la música de su propio tiempo, que califica de “neurótico” debido a sus violentos contrastes y efectos repentinos. Dada esta declaración, pareciera obvio que Parisotti evitó conscientemente reflejar dicho estilo neurótico romántico en la obra que publica. Ofrece finalmente algunos consejos para los ejecutantes, no tan alejados de lo que hoy mismo haríamos con esa música a nivel de su interpretación ejecutiva.
No obstante, la teoría editorial moderna considera espuria esta edición, y califica sus métodos de inescrupulosos, ya que intervienen de modo flagrante y arbitrario el texto musical, y lo peor de todo, sin advertirlo a sus usuarios. Los cargos en contra de Parisotti no son precisamente leves (Caraci Vela, 2005:96; y Paton, 1991:3): alterar armonizaciones originales a fin de hacerlas menos disonantes o rudas al oído decimonónico, modificar los valores rítmicos para hacerlos menos “danzables”, añadir metrónomos demasiado lentos para acomodarlo a las prácticas vocales románticas, eliminar las improvisaciones y variantes vocales (ya fuera de moda en esa época), añadir dinámicas y expresiones en un estilo romántico, hacer arreglos pianísticos demasiado cargados y elaborados, realizar el continuo atendiendo a criterios armónicos del diecinueve tardío, agregar signos dinámicos y agógicos inexistentes en las fuentes, banalizar el texto poético, etc. A pesar de estas acerbas críticas, Caraci Vela reconoce que esta publicación tuvo una importantísima función social, pedagógica e histórica, al generar un interés genuino por la música vocal de esos siglos, pero se lamenta de que tal interés no haya nacido sobre bases más seguras, ni se haya podido canalizar de una mejor manera. En realidad no entendemos cómo podría haber sido esto, ya que en la época en la que Parisotti publica su trabajo, no existían teorías de interpretación histórica, de edición filológica musical, métodos mejores de tratamiento de esta clase de textos musicales, ni nada de esto estaba en discusión. Se trata pues de un reproche absolutamente extemporáneo, anacrónico y sin sentido. Parisotti hizo lo mejor que pudo con lo mejor que tenía en su época. Pero quizá el mayor pecado de Parisotti haya sido el haber aprovechado la ocasión para incluir una obra de su propia creación en la colección, Se tu m’ami, haciéndola pasar como una composición de Giovanni Battista Pergolesi, descubrimiento que ha puesto en evidencia la supuesta rigurosidad histórico-musical de Igor Stravinsky al usar dicha aria como genuino modelo del estilo barroco en su obra Pulcinella.
En su descargo, y no es poca cosa, Parisotti tiene el mérito inmenso de haber reparado en una música a la que nadie prestaba atención en su época, haberla puesto a circular de manera eficiente y efectiva, haber hecho versiones legibles para los usuarios de su época, y haber sembrado entre sus contemporáneos el gusto por ella. Pero sobre todo, hizo a su estilo una edición maravillosa de estas arias barrocas italianas, aunque su corrección filológica esté hoy severamente cuestionada por la academia. No obstante esto último, tan continuado ha sido el éxito histórico de la publicación, que incluso habiendo aparecido en las últimas décadas ediciones realizadas de acuerdo a métodos y teorías editoriales actuales, como la ofrecida por John Glenn Paton (1991) -que Caraci Vela califica eufemísticamente como “alternativa textualmente más decorosa”- la gente sigue prefiriendo con obstinación la edición de Parisotti publicada por la Ricordi italiana y por Schirmer para los países de habla inglesa. Quizá con esto sucede lo que dice Lang (1998:24), que “hoy sabemos muchas cosas de las que no dispusieron aquellos grandes estudiosos del pasado; lo que necesitamos es su manera de enfocar las cosas abarcándolo todo y su capacidad de sintetizar.” En todo caso, vale perfectamente para la postura de Parisotti frente al rescate de las arias barrocas italianas, el comentario de Lawson y Stowell (2005:168) referente a que “los verdaderos avances en música antigua no se producen en los signos externos de la historicidad, como los instrumentos originales, las plantillas verificables o las ediciones críticas, sino en las operaciones revisadas en las mentes de los intérpretes, reconstruyendo el objeto musical aquí y ahora.”
Todo este preámbulo viene a propósito de referirnos a una edición que presentamos como un modelo de “interpretación imaginativa”. Con el ánimo de dotar las cátedras de canto de América Latina y de España con un material didáctico de índole similar, pero con letras originales en idioma español, hemos elaborado un trabajo inspirado en el de Parisotti, que hemos llamado Arias antiguas del Nuevo Mundo, contentivo de arias barrocas compuestas en Hispanoamérica. Se trata de un repertorio virtualmente desconocido, pero de inmenso valor musical e histórico, cultivado en catedrales, conventos, iglesias y cortes del Nuevo Mundo durante el período de dominación española. Autores poco conocidos en la actualidad en el mundo del canto lírico como Manuel de Sumaya, Esteban Ponce de León, Tomás de Torrejón y Velasco, José de Orejón y Aparicio, Rafael Castellanos, Manuel José de Quiroz, Esteban Salas, Ignacio de Jerusalem, Juan Matías de los Reyes y Mateo de la Rocca, quienes hicieron su trabajo en la América española, desfilan por este libro con obras de equiparable calidad musical y técnica a la de sus contemporáneos italianos. Pretendemos así popularizar un repertorio que, al igual a lo ocurrido con las arias antiguas de Parisotti, se encuentra injustamente olvidado. Lo encontramos bien en publicaciones musicológicas raras, muy especializadas y de difícil acceso, o manuscritas en fondos musicales de los siglos XVII y XVIII, todas en versiones muy poco manejables para ser utilizadas en las cátedras de canto. Las fuentes de este trabajo han sido fundamentalmente dos: 1) transcripciones hechas por nosotros de obras yacentes en fondos musicales americanos, como el Archivo Histórico Arquidiocesano de Guatemala, el Archivo de la Catedral de México o el Archivo de la Catedral de Puebla; y 2) transcripciones publicadas en trabajos musicológicos como la Antología de música religiosa. Siglos XVI-XVIII. Archivo capitular Catedral de Bogotá (Bermúdez, 1988); La música de Guatemala en el siglo XVII (Lemmon, 1986); Música dramática en el Seminario de San Antonio Abad de Cusco (Fernández Calvo, 2010); Villancicos de Tomás de Torrejón y Velasco (Morales Abril, 2005); Esteban Salas y la Capilla de Música de la Catedral de Santiago de Cuba. Villancicos y Cantadas de Navidad (Escudero, 2002); Archivo Musical de la Catedral de Oaxaca: Cantadas y Villancicos de Manuel de Sumaya (Tello, 1994); Antología de la Müsica Colonial en América del Sur (Claro Valdés, 1974). Estos editores han publicado algunas de las obras mencionadas en ediciones críticas, bien para voz y orquesta, bien para voz y continuo.
Con ellas ocurre lo advertido por Lawson y Stowell (2005:50) en el sentido de que “las ediciones críticas para estudiosos son en ocasiones difíciles o imposibles de utilizar para interpretaciones sin una reedición más o menos extensa…” Nosotros estamos transcribiendo este material para ofrecer un producto derivado, enteramente nuevo, en el sentido de que el mismo nunca existió en la época barroca, y tampoco ha existido hasta ahora en esta presentación: una antología para canto y piano. Estos textos, como resultado de la apropiación activa a través del acto interpretativo del editor, adquieren un significado enteramente nuevo, generando una nueva tradición textual inexistente hasta el momento (Caraci Vela, 2009:127-128). Si a algún modelo podemos remitirnos en este caso, es al que algunos teóricos como Caraci Vela (2005:178) denominan edición práctica:
Es una edición destinada a ejecutantes y estudiantes de música, con el ánimo de facilitar una aproximación a los problemas interpretativos. Si bien nada impide que sea una buena edición, u ofrecer un texto decorosamente tratado, la edición práctica es de por sí una edición no científica: no da cuenta de las decisiones y escogencias del curador, llamado también revisor (normalmente un músico provisto de una formación de tipo ejecutivo y no histórico-crítica), que normalmente se limita a examinar con base en su experiencia y propios criterios la vulgata corriente, agregando e integrando (sobre todo signos dinámicos y agógicos, pero también pedales, arcadas, alteraciones, ornamentos, números y otros). Este es el tipo de ediciones que siempre estuvo en uso en la didáctica de la música del diecinueve y del veinte, y sólo en tiempos recientes ha ido cediendo gradualmente paso a alternativas más idóneas.[4]
Para poder hacer esto, se requiere en primer lugar de elaborar un acompañamiento al piano, bien sea a través de la realización del continuo en el caso de partituras para voz y continuo, o a través de la reducción de la orquesta a piano, generalmente dos violines y continuo (integrando la realización del continuo a la orquesta en este último caso). Este sólo procedimiento constituye un anatema para la edición crítica. El acompañamiento pianístico no puede considerarse sino una transcripción, y como tal, no obedece a los cánones establecidos por ninguno de los métodos actuales de edición. Más bien nos regresa a las más “oscuras” etapas de la edición del diecinueve, demonizada por las escuelas editoriales de música actuales. La primera pregunta que nos hacemos a este respecto, es si deberíamos transcribir realmente la música para el piano, como lo hacían sin tapujos Busoni y Czerny. Es decir, pensar no únicamente en transferir nota a nota de un medio a otro, algo que no deja de ser un trabajo relativamente mecánico, sino en ofrecer una versión idiomática de una música en un nuevo medio para el que no fue concebida originalmente, pero que por razones pragmáticas se está usando para tocarla. Sugiere Paton (1991:7) en su edición reciente de las arias antiguas, dejar al pianista libertad para alterar los acompañamientos con el fin de adaptarse a las necesidades del cantante y a la cualidad del piano. Asimismo, alienta a que en algunos acordes se hagan arpegiados a juicio del ejecutante, y que en ciertos pasajes se dupliquen los bajos, tomando en cuenta la eventual acción que en este sentido dan los instrumentos del continuo. Sin embargo, esto no soluciona nada en absoluto, porque si el editor, que tiene todos los elementos de juicio a la mano, no es capaz de ofrecer una versión idiosincrásica del estilo sin sacrificar el pianismo, ¿resulta ético dejarlo en manos del acompañante, que seguro estará mucho menos preparado en tal sentido que el editor, y tendrá menos criterios que éste para hacerlo mejor?
Por otra parte, siendo un libro destinado fundamentalmente a difundir este repertorio entre estudiantes de canto que carecen de los conocimientos suficientes de historia, estilo e interpretación, se requiere facilitarles la resolución de problemas propios de la música barroca (ornamentación, normalización, transporte al registro adecuado, articulación, dinámicas, etc.), que suelen ser bastante complejos, discutibles y hasta peligrosos. En este sentido, la edición de Paton (1991:6) incluye sugerencias de ornamentaciones melódicas impresas en bastardillas, pero advierte que deben ser tomadas únicamente como modelos, y que el cantante debería sentirse libre de cantar o no el ornamento según su preferencia. Incluso lo anima a inventar sus propios ornamentos una vez haya ganado experiencia cantando el repertorio. Las razones para dudar de la efectividad de este procedimiento son las mismas que para el caso del pianista. A la postre, las soluciones de Paton evitan darle a los intérpretes soluciones preestablecidas a problemas que no tienen una sola respuesta, y más bien busca alentarlos a encontrar las soluciones por sí mismos. Como bien sostienen Lawson y Stowel (2005:48) el éxito de una política editorial de este tipo, sostenida por Arthur Mendel, depende por entero de la preparación y el estatus del ejecutante, por lo que no suele ser en absoluto práctico. Una posición así denota más bien un relativismo y falta de compromiso total con la interpretación, que desalienta la ejecución de la música que se publica. Quizá por eso la gente sigue prefiriendo al Parisotti, a pesar de todo.
El desafío para el editor en este caso es mayúsculo, pues lo coloca en un disparadero, en una posición sumamente incómoda frente al paradigma de la edición crítica. ¿No resulta más legítimo acaso arriesgarse a interpretar el texto, tal como lo hicieron en su momento Busoni, Czerny y Parisotti, y tomar las decisiones interpretativas sin discutirlas con quienes no están preparados para ello? ¿Tendrán los editores de hoy el coraje de justificar una posición así de radical, en aras de la difusión de un repertorio indudablemente valioso y que merece la pena? ¿No estaremos pecando de pusilanimidad al no tomar decisiones, cuando lo que necesitamos, al menos en un medio como el latinoamericano, es precisamente coraje? ¿No será, como plantea acertadamente Taruskin (1988:146), que la estrategia pareciera dejar todo en manos de una incierta intención autoral, escondiendo con esta actitud una “falta de nervio, para no hablar de una dependencia infantil”? Esto nos genera también importantes desafíos como editores, ya que ni somos Parisotti, ni gozamos de las indulgencias de su época, ni pecamos de ingenuos respecto de las convenciones usuales en estos casos, ni podemos ignorar la larga e importante tradición editorial que llega hasta nuestros días de este tipo de música. Estamos prácticamente condenados a interpretar imaginativamente para poder difundir esta obra, pero también a violentar irremediablemente los más caros principios de la edición crítica. Ese es el dilema que queremos dejar aquí planteado. Porque como dice Lang (1998:213), “para enfocar la música antigua es manifiestamente necesaria la erudición; pero cuando la erudición por sí resulta ser inadecuada debemos romper el caparazón de los hechos históricos y teoréticos y buscar una solución artística.” Y esta solución artística sólo es posible encontrarla a través de la interpretación.
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[1] “Il filólogo non è un tecnico specializzato in edizioni critiche, ma è uno studioso che mira alla piena comprensione di un testo, della sua genesi e del suo movimento nel tempo e nello spazio. (…)Punto di arrivo di questo lavoro può essere l’edizione critica…”. Traducción nuestra.
[2] “It is true that no performance can itself be ambiguous or indecisive, but it is the performer, not the editor, who needs to turn knowledge into action in order to communicate with conviction…” Traducción nuestra.
[3] “In transcribing the melodies the utmost care was taken to alter nothing in the originals, and often various manuscripts were consulted to ascertain the most elegant and correct form.” Traducción nuestra
[4] “È una edizione destinata ad esecutori e studenti di musica, allo scopo di facilitare l’approccio ai problemi interpretativi. Anche se nulla le vieterebbe di essere una buona edizione, e di offrire un testo approntato decorosamente, l’edizione pratica è di solito una edizione non scientifica: non dà conto delle scelte e delle integrazioni del curatore, detto anche revisore (di norma un musicista provvisto di una formazione di tipo esecutivo e non filologica o storico-critica), che solitamente si limita a rivedere in base ai propri criteri e alla propria esperienza la vulgata corrente, aggiungendo o integrando (soprattutto segni dinamici e agogici, ma spesso anche pedali, arcate, alterazioni, abbellimenti, numerica o altro). Questo è il tipo di edizione che nell’Otto e Novencento è sempre stato in uso nella didattica della musica, e solo in tempi recenti sembra cedera gradualmente il passo a più attendibili alternative.” Traducción nuestra.
Juan Francisco Sans (1960). Profesor Titular e investigador de la Universidad Central de Venezuela (UCV), ha dedicado buena parte de su vida al estudio de la «música popular» y «clásica» venezolanas. Pionero en la difusión de la ejecución de música para piano a cuatro manos, junto a su esposa Mariantonia Palacios, además de realizar un importante trabajo en las emisoras Radio Capital, la Emisora Cultural de Caracas y Radio Nacional de Venezuela. Fue miembro de la Sociedad Venezolana de Música Contemporánea, la Sociedad Francesa de Análisis Musical, la Sociedad Española de Musicología, la rama hispanoamericana de la International Association for the Study of Popular Music (IASPM), la Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela, la Sociedad Venezolana de Musicología y la International Musicological Society. Compositor de un pequeño corpus de partituras y numerosas grabaciones discográficas y orquestaciones. Su trabajo como musicólogo incluye numerosos artículos, comunicaciones y tres libros, Los bailes de salón en Venezuela, La graciosa sandunga y Música popular y juicios de valor.
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